Dentro de la compleja arquitectura institucional española, las diputaciones son grandes desconocidas para los ciudadanos. Si realizásemos una encuesta entre la población española probablemente la única función que podrían identificar los ciudadanos, y no todos, sería la de prestar apoyo y servicios a los municipios más pequeños. Concretar en qué consiste este apoyo no resultaría fácil para la mayoría de estos ciudadanos.
Por empezar con un poco de historia, las Diputaciones aparecen con la Constitución aprobada en Cádiz en 1812, que reorganiza el sistema de administración territorial del Estado. Las diputaciones nacen para gobernar las provincias. En el año 1833 se aprueba una nueva configuración en provincias que ha permanecida prácticamente inalterada hasta nuestros días. En la Constitución del año 1978 se establece que las Diputaciones deben prestar sus servicios a los Ayuntamientos que integran la provincia, para garantizar la solidaridad y el equilibrio entre los municipios, prestando mayor atención a aquellos que cuentan con menos recursos para poder cumplir con los servicios de competencia municipal. La principal norma legal que rige el funcionamiento de las Diputaciones es la Ley 7/1985, Reguladora de las Bases del Régimen Local.
Uno de los aspectos que contribuye a la poca visibilidad de las diputaciones es su modelo de elección indirecta. El programa de gobierno, o los candidatos a Diputados provinciales, nunca se someten a un proceso electoral directo. Su elección, como refleja la Ley 7/1985, se realiza de forma indirecta a partir de los resultados de las elecciones municipales. Los ciudadanos nunca visualizan a candidatos a diputados provinciales, o a presidentes de diputación, y aún menos asistirán a ningún debate sobre los programas o proyectos que abordarán las diputaciones. Este déficit de legitimidad democrática debería constituir por sí mismo una razón suficiente para cuestionar esta institución. No es la única. Hay más.
Las diputaciones manejan un presupuesto nada desdeñable. Las diputaciones provinciales gastaron en 2012, 5.382 millones, según los datos facilitados por el Ministerio de Hacienda. Esta cifra asciende al entorno de los 22.000 millones si se suman las diputaciones forales y los consejos y cabildos insulares. La deuda de estas administraciones asciende a 6.979 millones en el primer trimestre de 2013, frente a los 5.392 millones registrados en 2007, un 23 por ciento más desde el inicio de la crisis. Estos datos, recogidos en un informe del Círculo de Empresarios (ver aquí y aquí), deberían causar un notable estupor, especialmente si tenemos en cuenta que estas instituciones apenas si tienen competencias.
Las competencias de las diputaciones provinciales fueron reduciéndose a medida que se desarrollaba el modelo de comunidades autónomas. Dentro de las competencias típicas que podemos encontrar en una diputación, cabe identificar dos grandes grupos: servicios sociales, y cooperación con ayuntamientos /desarrollo de infraestructuras.
En el primer grupo, el de servicios sociales, se encuadran programas de empleo, de formación, de atención a dependientes, de apoyo a instituciones culturales, de apoyo a actividades deportivas, de ayuda a emprendedores, etc., etc. La mayoría de estos servicios se plasman en la concesión de subvenciones. Dentro de estos servicios, muchas diputaciones cuentan también con residencias para mayores, instalaciones culturales, o incluso hospitales propios.
En el segundo grupo, las diputaciones prestan servicios de cooperación con ayuntamientos, y de desarrollo y mantenimiento de infraestructuras en pequeños municipios de la provincia. En estos servicios se encuadra el apoyo de asesoría jurídica o de recaudación de los tributos. Las diputaciones también se encargan del mantenimiento de las carreteras y caminos provinciales, y de la construcción de infraestructuras como polideportivos o residencias en pequeños municipios, que por su cuantía, no pueden abordar con el presupuesto municipal.
Pero sin duda, lo que más llama la atención al analizar los presupuestos de las diputaciones es la cuantía del gasto de personal y servicios corrientes. Entre el 30% y el 50% del gasto total de las diputaciones se dedica a personal. Otro 20%-30% es gasto corriente. Lo que deja en un exiguo 40% lo que realmente dedican las diputaciones a inversiones y programas. Si añadimos los gastos corrientes de los organismos dependientes, esta cantidad podría reducirse al entorno del 20%. Este gasto de personal se produce en una institución que no presta servicios directos a los ciudadanos, y por tanto no cuenta entre su personal con médicos, profesores, bomberos, policías o jueces. Todo el personal de las diputaciones es personal dedicado a la gestión de los programas en que se plasma la ejecución de sus funciones.
La mayoría de estos programas se reducen a la concesión de subvenciones. Imagínese una ONG que de todo el dinero que recauda para sus proyectos dedicase un 60% a su propia gestión y sólo un 40% llegase a los destinatarios de los proyectos.
Normalmente calificaríamos a esta ONG de o bien contar con una gestión muy deficiente, o bien de ser una organización corrupta que se queda con el dinero que recauda. No es difícil trasladar estas mismas conclusiones, y estas dudas, al funcionamiento de las diputaciones.
En el año 2015 es difícil defender que los mismos servicios los presten tres niveles de la administración. La prestación de un servicio como el de teleasistencia para personas dependientes puede prestarlo el ayuntamiento, la diputación, o la autonomía, en un claro ejemplo de solapamiento y duplicidad de competencias, y disfunción en la actual organización de la administración española. No debería ser demasiado difícil argumentar que lo racional es que las diputaciones dejen de prestar la función de servicios sociales, que duplica a la que ya hoy prestan las comunidades autónomas o los propios municipios.
Los servicios de cooperación con ayuntamientos son las competencias más específicas de las diputaciones. En otros países de nuestro entorno, se optó hace tiempo por un modelo de ayuntamientos más grandes, que pudiesen prestar todos los servicios sin precisar apoyo de otra institución. España es prácticamente el único país de Europa que tras la segunda guerra mundial no abordó un proceso de fusión de municipios. No es tarde para incentivar la fusión de municipios. En cualquier caso, si no se llega a abordar este proceso, la atención a los municipios pequeños es un servicio que fácilmente podría prestar la comunidad autónoma, o la mera cooperación entre municipios. En Aragón el problema se engorda con la figura administrativa de las Comarcas.
Las diputaciones son instituciones que no eligen directamente los ciudadanos, que no rinden cuentas de sus actividades y de su gestión en ningún proceso electoral, que cuentan con una notable cantidad de dinero para subvenciones, y una nutrida nómina de empleados, poco acorde con las competencias y funciones que desempeñan. Esta situación es un caldo de cultivo perfecto para la corrupción, el clientelismo y el caciquismo. Escándalos como el de Baltar en Orense, o el de Fabra en Castellón, son solo la punta del iceberg de lo que podemos imaginar que sucede en las diputaciones provinciales.
El interés por mantener las diputaciones provinciales, o aún peor, por asignarlas nuevas funciones, no puede entenderse en ningún caso en beneficio de los ciudadanos.
Las diputaciones constituyen la institución perfecta para que los partidos políticos puedan tejer redes clientelares, utilizando unas subvenciones poco justificadas, y para que estos partidos puedan emplear a allegados y simpatizantes, en instituciones con escasa tradición de rendición de cuentas. La defensa de las diputaciones solo se entiende desde la óptica de la partitocracia y de la interpretación de las instituciones como agencias de colocación y prestación de favores.
Hoy las diputaciones son una herencia de un pasado de caciquismo y clientelismo. Por higiene democrática, es una institución que debería desaparecer. Asignar sus competencias a las comunidades autónomas y a los municipios (actuales o fusionados) parece un ejercicio sencillo. La verdadera dificultad radicará en reubicar o despedir a los funcionarios o empleados laborales que hoy realizan funciones, cuando menos duplicadas, y en muchos casos innecesarias. Abordar esta tarea solo puede conducir a notables ahorros, y a una mejora de la calidad democrática de nuestro país.
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